La estrategia energética mundial ha estado tradicionalmente basada en grandes centrales térmicas, nucleares e hidroeléctricas, así como de líneas de transporte de gran capacidad que recorren la geografía hasta los lugares más inhóspitos del planeta. Estas infraestructuras han sido habitualmente objeto de inversión pública, algo que se demostró necesario para garantizar el servicio de suministro, debido fundamentalmente al alto coste y a la escasa regulación que fomentase una colaboración público-privada.

Los países más desarrollados han conseguido en las últimas décadas modelar un sistema energético liberalizado, en el que productores independientes de energía participan de las subastas que constituyen el mix energético diario, dotando así al sistema de un carácter competitivo del que antes adolecía.